Donnerstag, 2. Februar 2023

Jean Cocteau : Secretos de belleza [SEGUIDOS de un relato de Ch. Bukowski]


 


Cocteau & Jean Marais -


secretos de belleza - Con excesiva frecuencia se denomina poema a una suerte de prosa rítmica diseñada en forma de poema. Estos falsos poemas siempre seducen al público.

Un poema está hecho de equilibrios y rupturas, equilibrios muy sutiles, de un andar tan rígido y ligero a la vez que los espíritus distraídos y desarticulados no lo distinguen.

Un poema no está escrito en la lengua del poeta.  La poesía es una lengua aparte que no puede traducirse a ninguna otra lengua. Ni siquiera a aquella en la que parece haber sido escrita.

La gran soledad de un poema implica estar en la cima  de la autocracia y de la anarquía. La gran soledad del poeta pasa por ser completamente invisible y visible al extremo (arrojado a la risa).

Aún cuando parece agradable, la vida de un poeta es algo atroz, pues transcurre entre continuas torturas sin poder evitar siquiera una.

 La poesía sólo puede entenderse como un encanto físico formado por una gran cantidad de detalles que no resisten una rápida mirada; de lo contrario será imposible exigir que el otro, distraído en sus propias preocupaciones, se introduzca en el laberinto de un estilo, disfrute de los mínimos rodeos, y se pierda.

La poesía acaba con la idea.  Toda idea es asesinada. La poesía es en sí misma una idea. No podría expresar una sin convertirse en poética, es decir, sin aniquilar la idea.

Aquello que el poeta concibe como poética golpea a sus contemporáneos. La poesía se esconde bajo sus máscaras. Es natural que los espíritus sutiles desprecien a un gran poeta de su época, porque allí donde no alcanzan a distinguirla más que como materia muerta que desaparecerá un día, retornará como poesía.

Baudelaire: Mujeres condenadas, Flores extrañas, & Carroña, etc. Hugo (es preciso recordar siempre el “¡Hugo, hélas!”, de Gide), las muchedumbres decorativas en el centro del más emocionante de los reencuentros que pueda existir. > [En cierta ocasión se le preguntó a André Gide a quién consideraba el mejor poeta francés del siglo XIX. Su respuesta, conocida la abierta admiración que sentía por Baudelaire, tomó por sorpresa a propios y extraños: “Victor Hugo, hélas!” (algo así como “Victor Hugo, ay de mí” o “a pesar de todo”). Planteada así, su valoración se entiende más como desprecio antes que estima.]

Acabo de ver un gran dibujo sobre tela de Picasso que representa un osario. Ese dibujo es como profundizar en las innumerables líneas desdibujadas por la pintura. Estas líneas testimonian una búsqueda que no tiene que ver con hallar una línea mejor, sino con la única que puede estar allí. El resultado es, que sobre la totalidad de la superficie, la tela de Picasso no presenta la falta de sintaxis que le es propia para mostrarnos, en cambio, una escritura donde el grafólogo lee su alma como un libro abierto. El conjunto vive intensamente y aún el trazo más breve de la línea vive con la misma intensidad que el conjunto. Una mano, una espalda, una boca, un cráneo, un cuello, un codo, un seno, una rodilla, los dedos de los pies, aparecen expresados de tal forma que adquieren una fuerza heráldica. Cuentan sobre la nobleza del pintor y los altos acontecimientos que lo enaltecen. Se contrapone a mi método gritarle a Picasso: “¡Alto! No podrás llegar más lejos”.7

[7. Picasso acabó El osario, espectacular óleo y carbonilla sobre lienzo de 199,8 x 250,1 cms en 1945. Se exhibió en la importante exposición “Arte y Resistencia”, promovida por los comunistas y celebrada en el Museo de Arte Moderno de París en febrero-marzo de 1946. El osario es la obra más importante del período final de la Segunda Guerra Mundial. Se trata de una gran composición caracterizada por el simbolismo de la forma, el enajenamiento artístico de la realidad y la traslación del horror cotidiano de la guerra a un lenguaje plástico conmovedor pero carente de agitación directa. Picasso fue inspirado por una película española en la que toda una familia es brutalmente eliminada en su propia cocina. El artista trabajó en esta obra desde febrero hasta mayo, bajo el influjo de las primeras fotografías norteamericanas de los campos de concentración alemanes. Esa referencia surgió posteriormente, pues la composición ya estaba determinada antes de la publicación de aquellos documentos. Por ello hace aún más atinado el mensaje de la pintura, ya que apuntaba desde el principio a la representación del terror por causas políticas.  El motivo central del cuadro es un montón de cadáveres después de una ejecución. Una de las figuras, aún sujeta al poste de ejecución, se desploma sobre los demás muertos. El lugar de acción fue determinado exactamente sólo durante el transcurso del trabajo. Los muros, el suelo y los postes están marcados por campos gris-azulados, blancos y negros, representando decoraciones móviles que, como en el caso del Guernica, sugieren simultáneamente un “adentro” y un “afuera”. Actualmente se encuentra exhibido en el Museum of Modern Art, Nueva York.]

Llegará más lejos. Completará. Pintará.  Pero al completar y pintar alcanzará esta defensa secreta de la que hablo y que esconde la poesía bajo las máscaras donde el público puede saciar su sed de prosa y ornamentos decorativos.

El desorden del poeta deviene en un orden que el orden convencional rechaza. El poeta responderá siempre mal a su proceso. Si respondiera bien y de acuerdo a la Iglesia, estaría traicionando a Dios.

El poeta es torpe.  Ni siquiera es hábil en su torpeza. Esta torpeza singular lo lleva a confesar ser torpe en todas partes.

 La poesía es siempre un escándalo.  Es una suerte que no se perciba así. No resulta, por desgracia, visible hasta mucho tiempo después, cuando los acontecimientos la imitan y perturban el mundo.

Los escritores son siempre responsables, pero no de  aquello de lo que se les acusa. Son responsables del régimen que los acusa y que, sin saberlo, es influido por ellos.

El drama de la política es que siempre llega tarde respecto a las revoluciones poéticas. De hecho, los poetas que se involucran se sienten engañados, en un tiempo muerto en relación al tiempo en que viven. Se arriesgan a ser arrastrados a la muerte.

Un poeta está siempre ocupado por el enemigo y resiste. Esta resistencia clandestina es la base de su trabajo. La resistencia del ’44 no significó otra cosa que ser una imagen visible de esta empresa permanente.

El heroísmo (el acto heroico) no posee mayor extensión que la que le concede el mito. Decir lo que se va a hacer, no significa hacerlo. Decir lo que se ha hecho, es no haberlo hecho.

Llega un momento en la existencia del poeta en que la intuición reemplaza a la inteligencia. Toma forma de inteligencia y le hace creer inteligente. Esta falsa inteligencia lo desacreditará ante quienes niegan al poeta y lo protegerá contra un éxito inmediato, fuente de toda Muerte.

 No porque hable de cosas santas la poesía es santa. No porque hable de cosas bellas la poesía es bella. Y si alguien pregunta acerca de la razón de su belleza y santidad, será necesario responder como Juana de Arco cuando se la interrogó en profundidad: “No tiene importancia”.

 Para leer poesía es preciso estar inspirado.

 Se abusa en exceso de la palabra poesía, se la emplea  para cualquier cosa que parezca poética. O bien, la poesía no sabría ser poética. Lo poético se aprovecha de la luz que emerge de la poesía.

La violencia de un poeta no puede durar mucho. Juana de Arco fue breve.

El poeta es el sirviente de fuerzas a las que sirve sin  comprender. Debe tener casa propia. Su progreso no puede ser tan moral.

No hay éxito visible para un poeta.  Lo clandestino no puede transformarse en oficial sin dejar de ser clandestino. Aquellos que creen esconder un secreto a la luz, se equivocan. Son expulsados de la sombra donde viven los poetas. Una nueva clandestinidad se corrige detrás de ellos.

 Todo poeta es póstumo.  Y es así porque le resulta muy difícil vivir. Su obra lo detesta, lo devora, quiere deshacerse de él y seguir su propio camino, a su aire. Si él es llevado a los primeros planos, será abandonado por sus voces.

En ocasiones, un poeta intenta actuar por sí mismo para aprovechar los beneficios que su maldición le aporta. Hace trampas. Escribe sin ayuda. A veces sus voces lo perdonan. A veces sus voces lo abandonan.

El proceso a los poetas resulta inevitable. & Si ellos lo evitan, es que abjuran. No se les puede reprochar debilidad y dudas. El ejemplo de Cristo y Juana de Arco alcanza para absolverlos. Pero deberán verse sometidos a la condena de los hombres hasta el fin.

No es muriendo por una injusticia como se puede aspirar a renacer. No he escrito en mi vida más que un único poema en el que la suerte no me abandonó hasta el final: es El Ángel Heurtebise. 8

 [8. En marzo de 1925, Cocteau da a luz un poema que será considerado como el núcleo de su obra: El ángel Heurtebise. “Muchacho bestial”, de “increíble brutalidad” y sin embargo “ángel de la guarda”, amado por lo mejor y lo peor que lleva en sí, este ángel alude de forma clara a Raymond Radiguet. En Journal d’un inconnu (Diario de un desconocido, 1953), Cocteau relata la historia del nacimiento del poema: durante un viaje en ascensor, sintió que un ángel que se reveló como Heurtebise (en verdad, el nombre corresponde al fabricante de ascensores) le habló. En un estado de euforia que duró siete días, Cocteau dio vida a este “bloque de invisibilidad” y, a pesar de ello, Man Ray logró fijar su imagen en una placa sensible que se revela a través de un proceso conocido como “rayogramme”. Este libro fue reproducido por la técnica de impresión por huecograbado (o heliograbado). “Yo no era más que su vehículo, y así me trataba él. Estaba preparando su partida”, escribió Cocteau.]

Si la suerte nos abandona, será preciso volver a conquistar, padecer, retomar el camino. Son estos pasajes, cuando la suerte nos deja, los que nos complacen y permiten a los poemas echar raíces en las memorias. Un día estos pasajes nos desagradan y la suerte aparece.

En Baudelaire sus contemporáneos no veían más que muecas ni admiraban más que muecas. Detrás de estas muecas la mirada viajaba lentamente hasta nosotros como la luz de las estrellas.

La izquierda no puede tomar a la derecha. Si da la  impresión que así lo hace, es porque se ha convertido en derecha y por tanto ya no es más izquierda. Nunca más volverá a ser izquierda. C’est fini.

El “dejar-ir”, el fluir, el lirismo, son expresiones que condujeron a los jóvenes poetas hasta su perdición. Yo les aconsejaría un plan más cercano a la buena ama de casa, una higiene muy simple: escribir al revés, enlazar las letras entre ellas, escribir mirando la hoja en el hielo, hacer un dibujo geométrico, colocar las palabras sobre los puntos de encuentro de las líneas y llenar los vacíos después; volver sobre un texto conocido invirtiendo su sentido, etc. De este modo se transformarán en atletas y podrán fortalecer los músculos del espíritu.

La bondad es más fuerte que la maldad, quien pasa & por ser fuerte. Es necesario vencer este conformismo. Es necesario ser bueno.

 La poesía es tan sumisa a las leyes individuales que un hombre serio, capaz de sentirse poeta, puede dar la ilusión de estar al tanto de estas leyes y el estudio de los mecanismos que producen lo insólito o la belleza.

La belleza recipiente. La belleza recipiente. Es en su lucha con el ángel que el poeta se desequilibra. De este desequilibrio, el poeta extrae su encanto.

Si la poesía no cojeara, correría. Y no puede correr porque cuenta sus pasos y todas las señales de alto.

La poesía se opone a todo lo que el hombre tiene por costumbre considerar como el mejor medio de expresar lo que piensa. Es preciso ser muy humilde para leer un poema y no combatirlo como a un enemigo.

Nadie más humilde que un poeta. No es más que un  vehículo. Lo que le otorga cierto aire de orgullo, es que defiende la fuerza que lo habita, como Juana de Arco defendió la causa de Dios.

 En un hermoso artículo, Paul Claudel afirma que el  hombre no sólo tiene derecho a la justicia, sino también a la injusticia. Por pequeña que sea esa posibilidad, el poeta se verá recompensado de un largo esfuerzo.

La masa no puede amar a un poeta más que por algún malentendido.

Radiguet constata que los editores tienen en común haber hecho fortuna gracias a un poeta.9

[ 9. Apenas veinte años de vida alcanzaron a Raymond Radiguet (1903- 1923) para consagrarse como el “Rimbaud del siglo XX”. Cocteau, catorce años mayor que él, lo adopta y protege. Los hoteles y cafés de la Madeleine son testigos del desenfreno de los escritores. Diríase que se vuelven a reproducir las pasiones que Rimbaud inspirara a Verlaine. Los primeros versos de Radiguet ven la luz en 1920 bajo el título de Les joeus en feu. Ya en el verano de 1921, Radiguet el precoz comienza la redacción de la que sería su obra más notable, El diablo en el cuerpo, que merecerá todos los…]

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El 11 de octubre de 1963, Jean Cocteau salió del largo sueño en el que estaba sumergido y preguntó por las noticias que le traía el mundo. Unas horas antes, se había apagado la existencia de Edith Piaf, “el gorrión de París”, su entrañable amiga. Sólo emitió un breve suspiro, y con lo que le quedaba de voz alcanzó a decir: “El barco se acaba de hundir. Este es mi último día en esta tierra”. Así se despidió una vida que permanentemente penduló entre Eros y Tanatos. Un viajero impenitente y sin mapas, que puso su genio al servicio de una contradicción permanente. Poeta, novelista, dramaturgo, coreógrafo, pintor, dibujante, ceramista, escenógrafo, cineasta… Cocteau es un viento intenso y fosforescente, un camaleón sensible cuya densidad impide el reduccionismo. Una figura proteica, centelleante, oblicua. Su primer trabajo fue el poemario La lámpara de Aladino, título que se ajusta perfectamente a la imagen de este artista absoluto que supo frotar (y frotarse) el candil mágico que lo condujo a ser protagonista de las mayores revoluciones artísticas del siglo xx. Jean Cocteau fue sin duda un genio, un djinn en el sentido mítico del término, ese espíritu poderoso al que uno se rinde sin reticencias. A lo largo de su vida, Cocteau no hizo más que entregarse en cuerpo y alma a los designios del Arte, y a los de aquellos cuyo talento y belleza podían “acariciar” el alma de su hacedor. Acompañó a Proust en su juventud y de esa amistad surgió la escritura del Tiempo Perdido. Descubrió y estimuló los precoces dones del casi adolescente Raymond Radiguet (aunque su temprana desaparición casi lo arrastra a un infierno intangible y cegado). Reveló al duende maldito de Jean Genet, del mismo modo que fue una fuente inagotable de energía para muchos escritores, músicos, pintores o cineastas, entre quienes se contaron Picasso, Stravinsky, Chaplin, Apollinaire, Rossellini, Cendrars, Chanel, Satie y tantos más. Príncipe frívolo de la Belle Époque, ángel caído de los locos años veinte o Ave Fénix que resurge de las cenizas en la Segunda Guerra Mundial, Cocteau contiene todas las edades, explora los campos artísticos más distantes y disímiles, perfora cíclicamente el corazón de generaciones de creadores que lo toman sucesivamente por inspirador, mecenas, mentor, protector, amante y, sobre todo, amigo fiel. En su diario confiesa que “la fábula suplanta a la realidad” y mitifica lo cotidiano, aunque todo cuanto él crea se le aparece como muy real. Une la modernidad con los arquetipos clásicos. Es un alquimista de la palabra y de la imagen. Cocteau dice que sus obras no son otra cosa más que “documentos realistas de acontecimientos irreales”. El mundo interior compone una vertiente oculta e íntima de su vida. Su universo es mítico y onírico, a la vez que se convierte en gran animador de las noches de París… Cocteau esboza su “teorema”: la poesía no es un juego de la inteligencia, sino una actividad sagrada cuya riqueza reside en el tesoro escondido que dormita en lo más profundo de uno mismo. Obedece a una esencia divina que lo salva del aislamiento de un modo mucho más contundente que sus compañeros de aventuras. Este descubrimiento le impone a lo largo de su vida una actividad sin puntos de reposo. En común con el filósofo y el sabio, parte a la exploración de lo desconocido en una experiencia vital que lo confronta con sus propias tinieblas. Si baja al Hades, es para entrever cierta luz de verdad. Para Cocteau, noche, alma y sueño son puntos de referencia, faros en el cosmos, guías para un descubrimiento ignorado. Su estilo tiende al despojamiento, la sencillez, la transparencia: “para descubrir a Dios hay que acercar el oído a una caracola”. Aunque el estilo varía, su lenguaje -por momentos de una belleza matemática-, rinde culto a la sensibilidad, a la intuición, a la evidencia inefable. Cocteau quiere percibir y vibrar, “ser lúcido, como la planta o el animal” (El Potomak, 1919). Académico de la lengua (pero en Bélgica), autor de ballets, decorador de capillas, “etéreo en un mundo abrumado”, en lugar de buscar, encuentra. Y cuánto más encuentra, más indaga y vuelve a encontrar. Las adivinanzas vitales se convierten en un juego serio. En 1947 escribe: “A fin de cuentas, todo tiene arreglo, salvo la dificultad de ser”. Ese fue el título emblemático que de algún modo definió su tránsito: la dificultad de ser. Ésta se manifiesta en una preocupación natural e innata por superar una incomodidad íntima y permanente: “Nunca fui aplomado, prudente o sensato; arrastro una carga mal afirmada de nacimiento.” En la persecución constante por superar esa inquietud íntima, Jean Cocteau reclamó en voz alta su estatus de insumiso permanente, siempre a contrapelo de las modas. “El espejo me insulta y se burla de mí, no me atrevo a mirarme”, confiesa en el crepúsculo de sus días. En el otoño de 1963, a los setenta y cinco años, Jean Cocteau, con los rasgos marcados por un infarto y el debilitamiento general, decide recurrir a la cirugía estética sin informar de ello a sus cardiólogos, según confiesa en su diario (ocultamiento que tendrá consecuencias fatales algunas semanas más tarde). Más que una coquetería de dandy, esta iniciativa traiciona un comienzo desesperado para recuperar la ventaja sobre el tiempo que roe y destruye. El malestar de los espejos no es nuevo. En Orfeo, el ángel Herteubise le aconseja: “Mire toda su vida en un espejo y verá trabajar la muerte, como las abejas en una colmena de cristal”. Jean Cocteau insistió en rastrear los restos de humanidad en la miel amarga de los días. Lo cierto es que para él: Todo poeta es póstumo. Y es así porque le resulta muy difícil vivir. Su obra lo detesta, lo devora, quiere deshacerse de él y seguir su propio camino, a su aire… De la misma manera que el escritor siempre logró retomar el control sobre una obra cuando la misma se veía amenazada con quedarse sin aliento o sumergida en la tristeza, estos Secretos de Belleza concebidos a un costado del camino encierran una máxima de su mito personal, tan agudo como premonitorio: Yo ya utilicé para el poeta el mismo lema que hace al detective: ‘Mira todo, escucha todo, duda de todo’.- Christian Kupchik

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Jean Cocteau se asemeja a uno de esos magos que al anunciar que habrán de revelar el secreto de su acto, sorprenden ejecutando otro aún más inesperado. En Secretos de Belleza a menudo se ha expuesto de tal forma que este volumen casi podría titularse Nuevos Secretos de Belleza. Los anteriores podemos encontrarlos en El gallo y el arlequín (Le coq et l’arlequin, 1918), El secreto profesional (Le secret professionel, 1922), e incluso en El misterio laico (Le mystère laïc, 1928) o Démarche d’un poète (1954). En el mismo sentido, pueden considerarse los innumerables artículos donde el poeta promete correr el velo de sus secretos a propósito de sus piezas teatrales o sus films. De este modo, por ejemplo, anuncia en 1950 a los lectores de Lettres françaises la revelación de los “secretos de fabricación” de su film Orfeo (Orphée, 1950). Esta práctica ratifica la famosa fórmula de Paul Valéry por la cual todo escritor digno de este nombre “encierra en sí mismo a un crítico y lo asocia estrechamente a sus trabajos”. Y lo hace, con cierta frecuencia, a través de notas o prólogo breves, términos lapidarios, en todo caso, textos concisos que tienen por objetivo dar a conocer sus secretos. Si esta manera de proceder le resulta tan conveniente es porque no interfiere ni restringe las posibilidades de su oficio, ni con los medios o herramientas de la escritura tradicional. Édouard Dermit1 nos asegura que él lo ha visto a menudo escribir a su lado en el auto, o bien acostado, e incluso sobre una mesa, entre la fruta y el postre, sobre el más minúsculo pedazo de papel o de tela. En relación a estos Secretos de Belleza que damos a conocer, Cocteau indica que se trata de “notas tomadas durante un desperfecto automovilístico sobre la ruta de Orleans”. Aún siendo así, resulta necesario agregar las siguientes precisiones. El 22 de marzo de 1945, Cocteau viajó para encontrar a Jean Marais2 en Graçay, cerca de Châteauroux, donde estaba apostada la división Leclerc. Pasó dos horas con él en la casa de Léon Pierre-Quint , en Anjouin. El regreso a París resulta complicado debido a que “el aceite americano no se mezcla con el nuestro”, le escribe a Marais. A continuación consigna: “Un tonelero pasó de milagro y nos remolcó hasta La Motte-Beuvron. Pasamos la noche en un hotel bizarro y volvimos a partir a la mañana siguiente, a las 7 horas, remolcados hasta Orleans, donde dejamos el auto y tomamos el tren”. Esta carta permite así datar Secretos de Belleza y esclarecer este pasaje del texto: “¿De dónde me llegan estas notas que me repugna escribir? Sin duda que las escribo sobre la ruta, durante una avería, en camino a Orleans, en un vagón de tercera clase que me sacude. Retomo este fatigoso trabajo sobre los flancos de los libros, al dorso de los sobres, en manteles, maravilloso malestar donde el espíritu se excita.” Para dar cuenta con mayor exactitud de la génesis de estas notas, conviene recordar que el poeta no permitió su publicación sin antes aportar algunas correcciones, aún cuando se ha preservado la impresión de obedecer a un brote espontáneo. Se conocieron, de hecho, dos versiones de estos Secretos de Belleza en donde consta las transformaciones sufridas por el texto entre su primera versión, publicada en el número 42 de la revista Fontaine, en mayo de 1945, y su reimpresión, incluida en el décimo volumen de las Œuvres Complètes de Jean Cocteau, publicada por las ediciones Marguerat en 19504 , donde figura en el apartado Coupures de Presse (Recortes de Prensa). 

¿Por qué editar y reeditar estos Secretos de Belleza que parecen prometer nuevas revelaciones de parte de un poeta que se define como “una mentira que siempre dice la verdad”? Porque, si bien se encuentran formulismos ya utilizados como el que se acaba de citar, también aparecen otros renovados y muchos reactualizados. El autor de La sangre de un poeta, de Opium y de Léone 5 , a pesar de haber sido atravesado por el surrealismo, no se priva de dejar un guiño burlón cuando declara, por ejemplo, “toda escritura hermosa es automática”. La Resistencia, de igual modo, dejó sus huellas: “¿Por quién se expresó la Resistencia de 1944? Por los poetas.” Por otra parte, a aquellos que le reprochan repetirse, Cocteau les contesta: “Me repetiré hasta mi muerte / Incluso después de mi muerte.” La primera vez que Cocteau utilizó el título Secretos de Belleza fue en un artículo publicado en 1943 en la revista Comædia. Se trató entonces de un texto consagrado completamente al cine, presentado como “el arma de los poetas”. La versión de Fontaine, en cambio, no descarta al cine —de hecho, hay no menos de una decena de notas consagradas al séptimo arte— pero en este caso se trata de exponer la “poesía del cine”, aquella de un Chaplin, entre otros, junto a la poesía de la novela, muy en particular la de Radiguet, la poesía musical de un Debussy, de un Stravinsky o un Satie, la poesía gráfica de un Picasso o de un Berard, y sobre todo la poesía de la poesía tal como ilustraron magníficamente Baudelaire, Rimbaud, Éluard, Hugo, Apollinaire, citado varias veces con admiración, e incluso Limbour, cuyo poema Motifs (Motivos) Cocteau considera el más bello en lengua francesa. Igual, en perfección, a los Colchiques de Apollinaire. Entre los nombres ya citados, se encuentran otros que pertenecen al panteón personal de Cocteau. A la lista de poetas, se hace necesario añadir a pintores o músicos, a Jacques Maritain a propósito de los ángeles, y aún Juana de Arco, a quien cita en dos oportunidades en sus respuestas al cuestionario Proust, ya como su “personaje histórico favorito”, ya como “heroína de la Historia”. No se priva de asestar algunos pequeños aunque contundentes golpes, pero sin permitir que la sangre llegue al río: Maurice Barrès, Musset, Goethe o Anna de Noailles se encuentran entre sus víctimas propiciatorias, pero el tono nunca llega a ser verdaderamente polémico. La clave está en otra parte, en las renovadas confesiones sobre la soledad de los poetas y la poesía, en esa torpeza o esa anomalía que sólo favorecen la eclosión de la belleza. Recordamos esas líneas en el libro sobre Jean Marais, presentes también en estos Secretos…: “La belleza detesta las ideas. Ella es autosuficiente. Una obra es bella así como alguien es hermoso. Esta belleza de la que hablo provoca una erección del alma. Una erección que no se discute.” ¿Resulta inútil, por lo tanto, intentar perforar la verdad de estos Secretos de Belleza? Se acercan a la respuesta que el Dalai Lama ha brindado en varias oportunidades: “El secreto del Tíbet radica en que no existe. Pero es precisamente esto lo que hay que defender con mayor cuidado.” Lo que sin duda explica la atención constante que Cocteau dedicó a lo largo de toda su carrera a la puesta en palabras de sus secretos. Secretos que no serían tales si el poeta los guardara para sí. Confía efectivamente en la ley no escrita que indica que “el secreto siempre tiene la forma de una oreja” –

- 2a ed mejorada. - Leteo Edito, 2019. 168 p.; 20 x 14 cm. Traducción de: Christian Kupchik.

[fuente http://www.carbonolibros.com.ar/files/Secretos-de-belleza-comienzo.pdf ]

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Me PARECIÓ QUE…

Este posteo quedaba sesgado e incompleto sin un textito que lo equilibrara por algún costado. Tropecé sin querer con el siguiente y lo añado. - ch

Estaba en el 4.° grado cuando lo descubrí. Probablemente fui uno de los últimos en saberlo, porque todavía seguía sin hablar con nadie. Un chaval se me acercó mientras estaba parado en un rincón durante el recreo.

—¿No sabes cómo se hace? —me preguntó.

—¿El qué?

—Joder.

—¿Qué es eso?

—Tu madre tiene un agujero... —hizo un círculo con el pulgar y el índice de su mano derecha— y tu padre tiene una picha... —cogió el dedo índice de

su mano izquierda y lo metió hacia delante y atrás por el agujero—. Entonces la picha de tu padre echa jugo y unas veces tu madre tiene un bebé y otras no.

—A los bebés los hace Dios —dije yo.

—Y una mierda —contestó el chaval, y se fue.

Era difícil para mí creerlo. Cuando se acabó el recreo me senté en clase y pensé acerca de ello. Mi madre tenía un agujero y mi padre tenía una picha que echaba jugo. ¿Cómo podían tener cosas como esas y andar por ahí como si todo fuera normal, hablando de las cosas, y luego haciendo eso sin contárselo a nadie? Me dieron verdaderas ganas de vomitar al pensar que yo había salido del jugo de mi padre.

Aquella noche, después de que se apagasen las luces, me quedé despierto en la cama escuchando. Claramente, empecé a escuchar sonidos. Su cama comenzó a rechinar. Podía oír los muelles. Salí de la cama, me acerqué de puntillas a su cuarto y escuché. La cama seguía produciendo sonidos. Entonces se paró. Volví corriendo a mi habitación. Oí a mi madre ir al baño. Oí que tiraba de la cadena y luego salía. ¡Qué cosa más terrible! ¡No importaba que lo hicieran en secreto! ¡Y pensar que todo el mundo lo hacía! ¡Los profesores, el director, todo el mundo! Era bastante estúpido. Entonces pensé en hacerlo con Lila Jane y no me pareció tan estúpido. Al día siguiente en clase no dejé de pensar en ello. Miraba a las niñas y me imaginaba haciéndolo con ellas. Lo haría con todas ellas y fabricaría bebés. Llenaría el mundo de chicos como yo, grandes jugadores de baseball,

bateadores infalibles. Aquel día, un poco antes de acabar la clase, la profesora, la señora Westphal, dijo:

—Henry, ¿puedes quedarte cuando se acabe la clase?

Sonó el timbre y los otros niños se fueron. Yo me quedé sentado en mi pupitre y esperé. La señora Westphal estaba corrigiendo papeles. Pensé, tal vez quiere hacerlo conmigo. Me imaginé subiéndole el vestido y mirando su agujero.

—Bueno, señora Westphal, estoy listo.

Ella levantó la mirada de sus papeles.

—De acuerdo, Henry, primero borra la pizarra. Luego saca los borradores y límpialos.

Hice lo que me dijo, luego me volví a sentar en mi pupitre. La señora Westphal siguió allí corrigiendo papeles. Llevaba un vestido azul muy ajustado, unos grandes pendientes dorados, tenía una nariz pequeña y usaba gafas sin montura. Esperé y esperé. Entonces dije:

—¿Señora Westphal, por qué me ha hecho quedarme después de clase?

Ella levantó la vista y me ¡miró. Sus ojos eran verdes y profundos.

—Te he hecho quedarte después de clase porque a veces eres malo.

—¿Ah, sí? —sonreí.

La señora Westphal me miró. Se quitó las gafas y siguió mirándome. Sus piernas estaban detrás del escritorio. No podía mirar por debajo de su vestido.

—Hoy no has prestado atención, Henry.

—¿Ah, no?

—No, y no uses ese tono. ¡Estás hablando con una dama!

—Oh, ya veo...

—¡No te hagas el gracioso!

—Lo que usted diga.

La señora Westphal se levantó y salió de detrás de su escritorio. Vino por el pasillo y se sentó en el pupitre de al lado. Tenía unas piernas largas y

bonitas enfundadas en medias de seda. Me sonrió, extendió una mano y me tocó la muñeca.

—Tus padres no te dan mucho cariño, ¿verdad?

—No me hace falta —dije.

—Henry, todo el mundo necesita cariño.

—Yo no necesito nada.

—Pobre niño.

Se levantó, vino hasta mi pupitre y lentamente cogió mi cabeza entre sus manos. Se inclinó y la apretó contra sus pechos. Yo eché la mano y cogí sus piernas.

—¡Henry, tienes que dejar de pelearte con todo el mundo! Queremos ayudarte.

Agarré con más fuerza las piernas de la señora Westphal.

—¡De acuerdo, vamos a joder!

La señora Westphal me apartó y se enderezó.

—¿Qué has dicho?

—He dicho «¡Vamos a joder!».

Me miró durante un buen rato. Entonces dijo:

—Henry, no le voy a contar jamás a nadie lo que acabas de decir, ni al director, ni a tus padres, ni a nadie. Pero quiero que nunca, nunca vuelvas a decirme eso otra vez. ¿Entiendes?

—Entiendo.

—Está bien. Ahora puedes irte a casa.

Me levanté y fui hacia la puerta. Cuando la abrí, la señora Westphal dijo:

—Buenas tardes, Henry.

—Buenas tardes, señora Westphal.

Bajé caminando por la calle, reflexionando. Me había parecido que ella quería joder, pero tenía miedo porque yo era demasiado joven para ella y

mis padres o el director podían descubrirlo. Había sido excitante quedarme a solas con ella en la clase. Esta cosa de joder estaba bien. Le daba a la gente cosas extra en que pensar.

Camino de casa había que cruzar una ancha avenida. Cogí el paso de peatones. De repente apareció un coche que venía directo hacia mí. No disminuyó la velocidad. Iba de un lado a otro salvajemente. Traté de apartarme de su camino pero parecía que me seguía. Vi los faros, las ruedas, el parachoques. El coche me atropello y entonces todo fue oscuridad...

(La senda del perdedor)

Charles Bukowski

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posteado por kalais 2/2/2023 - ch

Samstag, 28. Januar 2023

Odysseo y Penélope de cara a sus tergiversadores



Penélope ante  su ficto telar y la impaciencia de los pretendientes--


Aquí todo parece falso: mito e historia. Hasta el bastimento artístico y el ropaje de los pretendientes.- Ni siquiera guarda coherencia la inclusión de poemas de la venezolana María Auxiliadora.-

1 La tejedora de Odiseo por JUAN MIGUEL DE LOS RÍOS

 

Ctesipo era el más veterano de los pretendientes, por su fuerza y barbarie se ganó un lugar preferente en el lecho de Penélope. Angelao, Anfimedonte y el resto de los aspirantes encontraron su turno cuando el tiempo apocó la combatividad del aqueo. Yo llegué mucho después, ya ninguno disputaba la elección de la reina y solo se discutía quién de ellos resistía más con la esposa de Ulises. Penélope nos trataba a todos con la misma displicencia y jamás permitió que la luz del sol la sorprendiera en compañía de alguno de nosotros. Cada noche, en la hora de destejer el sudario de Laertes, la reina se deshacía de su amante y llamaba a Euriclea para adecentar el aposento, temerosa de la aparición inesperada de su marido. Jamás echó en falta a Ulises, y cuando este partió con los argivos en sus corvas naves hacia Troya, ofrendó un buey a Zeus para demorar su regreso y repitió su oblación cada equinoccio de primavera. Años después recibió la noticia del naufragio de Ulises en la isla de Ogigia e hizo libaciones a Calipso para retenerlo todo el tiempo posible, hastiada de su falta de deseo, su grosería y la leyenda que anhelaba dejar a los siglos venideros.

Conocí a la soberana de Ítaca cuando me daba por rendido. Anfínomo y Eurímaco eran por entonces los asiduos en las noches de Penélope. Su hijo Telémaco bajaba cada tarde a los salones del palacio para anunciar al elegido sin reparar nunca en mí, hasta que un día sirvió mi copa de vino como señal. La reina me recibió en su torre, sentada de espaldas, con la vista puesta sobre la faz plateada de la diosa Selene y ataviada con adornos de bruñido marfil y de plata. Parecía la dorada Venus. Una mirada suya, con esos ojos glaucos e insondables, y supe que consumiría a su lado el resto de mis años. Penetré en su nívea carne con la bravura de un toro y volqué sobre ella mis sentidos. Como al resto de sus amantes, me arrebataron de su lecho antes de las primeras luces de la aurora.

Los días se sucedieron y la reina eligió esta vez a Liode, después fueron Elato y Pisandro. Durante semanas soporté que Telémaco sirviese la copa del elegido a otros. La noche en que llenó de nuevo la mía decidí vestirme con la astucia legendaria de su padre. Ella siempre nos recibía de espaldas, yo aproveché su descuido e impregné su almohada con esencias de adormidera. Logré que las luces de Helios nos hallasen amalgamados en un solo cuerpo. Aquella noche, el sudario de Laertes no se deshizo. Penélope abrió sus ojos y me sorprendió entrando a deshora en su carne mientras la aurora trepaba sobre las sombras de la torre. No se desprendió de mí y se dejó llevar por las embestidas de un animal hambriento de ella. Yacimos en su lecho el día y la noche sin que su esclava Melanto, encomendada a desalojar los amantes de la torre, enmendara la osadía de la reina. Telémaco no bajó a los salones por primera vez desde la partida de su padre, así fue en los siguientes días, con el resto de los pretendientes resignados con alimentarse de pingües cabras y mezclar el vino en las cráteras.

 

Una noche en la que Bóreas soplaba fuerte, llegó un nuevo comensal que por sus miserables vestiduras semejaba un harapiento mendigo. En tanto que los otros pretendientes arrojaban su desprecio al nuevo invitado, yo reconocí en su tobillo una singular marca, la cicatriz que le hiciera un jabalí a Ulises cuando fue al Parnaso con los hijos de Autólico. Comprendí las intenciones del divino Ulises tan pronto como observé que Telémaco llevaba las marciales armas del salón a una de las habitaciones, nadie advirtió que quedábamos inermes sin los cascos, los abollonados escudos y las agudas lanzas. Avisé a Euriclea, la confidente de Penélope, para que advirtiese de la llegada del rey y sus intenciones de iniciar una hecatombe. Parecía claro que ninguno escaparíamos de la muerte y el hado. La discreta Penélope mandó a sus esclavas a que echaran por tierra las brasas de los tederos para que hubiese luz y calor en los salones, luego ordenó colocar un magnífico sillón en frente de los hombres y bajó de su torre. Lucía una espléndida túnica talar que semejaba árida binza de cebolla, de colores dorados y de púrpuras, reluciente como un sol. Todos la contemplábamos admirados.

 

Telémaco apareció con una docena de segures y las clavó en el suelo, abrió un gran surco y las alineó en cordel. Acto seguido, colocó sobre la mesa el arco que en su día fue del divinal Ulises, junto a una aljaba que contenía muchas saetas. La reina nos retó a un certamen: aquel que más fácilmente manejara el gran arco de Ulises y pasase una flecha por el ojo de las doce segures, sería el elegido, el hombre con quien ella se casaría. No hubo pesar en su voz ni tampoco un atisbo de duda. El silencio ahogó nuestros pensamientos hasta que Liondre y Pisandro se adelantaron para probar sus fuerzas con el arco. Ninguno consiguió armarlo.

 

Uno tras otro fueron dominados por la fatiga sin lograr su propósito. Solo quedamos dos, y sabía quién era mi oponente. Mandé a una de las esclavas a colocar junto a la lumbre una pelleja con una gran bola de sebo en su interior, luego calenté el arco y, untándolo con la grasa, conseguí armarlo, probé la cuerda asiéndola con la diestra y se dejó oír un hermoso sonido semejante a la voz de una golondrina. Me acomodé el arco, tiré de la cuerda, apunté al blanco y despedí la saeta sin errar ninguna de las segures. Desde la primera hasta la última, las atravesé todas.

 

Mi contrincante no disimuló su sorpresa, ni tampoco su derrota. Sin descubrir su personalidad, salió de los salones en dirección a la playa, donde ancoró su barco la noche anterior. Lo seguí precaviéndome de su reacción y, cuando ya oteaba el hervor espumoso de las olas, se percató de mí y descolgó del hombro su aguda espada. Le hice ver que mis intenciones eran de dialogar, de decirle que no todo estaba perdido para él.

—No vine a recuperar mi esposa ni mi reino —me anunció—. Regresé en busca de mi inmortalidad, la que me auguró Tiresias en su profecía, en la que vencía a todos los pretendientes con mi arco. Ahora solo queda ponerme en camino hasta llegar a los hombres que no conocen el mar, allí donde confundirán mi remo con un bieldo.

—No, divino Ulises —le repliqué—. La Historia no la hacen los héroes, la crean quienes la narran y lo dejan por escrito. Recompensaré la pérdida de tu reino con la inmortalidad.

—¿Quién eres y de qué país procedes? —me preguntó.

—Mi nombre es Homero y vengo de Esmirna. Yo haré que tu nombre perdure en la memoria de los siglos.

[fuente https://www.zendalibros.com/la-tejedora-de-odiseo/ ]

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Las malas palabras de Dámaso Alonso por MANUEL PEREIRA

 El 25 de junio de 1980 volví a visitar a Don Dámaso, esta vez acompañado por el poeta Luis Rogelio Nogueras (QEPD). Por el camino, Nogueras (“Wichy” para sus amigos) recitaba de memoria y en voz alta estos versos del gran español: “Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas)”.

Aquel hombre pequeño y jovial nos llevó a su biblioteca mientras tarareaba una enigmática tonada. La conversación giró inmediatamente en torno a Nicolás Guillén, a quien admiraba mucho. Luego me dedicó Hijos de la ira: “A Manuel Pereira, por sus éxitos en la novela, deseándole muchos en la vida”. Enseguida extrajo de la estantería un ejemplar de Las soledades, de Góngora, publicado en La Habana. “Necesito que me aclare un misterio”, me dijo Dámaso poniendo un dedo en la portada: “Dígame, ¿quién es este señor Mincín? ¿Es un apellido ruso? ¿Acaso el nombre del editor?”

Yo solté la carcajada. En efecto, junto a los créditos y en la contraportada aparecía la sigla MINCIN (Ministerio del Comercio Interior), organismo encargado de comercializarlo todo en la isla. Cuando se lo expliqué, replicó entre bromas y veras: “pues dígale al tal Mincín que todavía me debe los derechos de autor”.

Wichy y yo estábamos impresionados ante aquel caballero de la lingüística, erudito del hipérbaton, sobreviviente de la Generación del 27 y poeta mayor. Sabíamos que conversábamos con un clásico viviente, pero no podíamos dejar de reírnos con sus ocurrencias. Lo más simpático ocurrió al final. “Pasan tan pocos cubanos por aquí, que quiero aprovechar vuestra visita para llenar algunas lagunas sobre Cuba”.

 Según comentó, estaba preparando un diccionario con las llamadas “malas palabras” en Latinoamérica. Ya tenía todos los países menos Cuba. Don Dámaso quería que desgranáramos en voz alta el inventario de la vasta sinonimia del órgano sexual masculino, desglosando además el repertorio por categorías: vegetal, animal, mineral, incluyendo nociones metafísicas.

“Primero las variantes vegetales”, demandó al vernos vacilantes. Bajo la ceñuda mirada del busto de Góngora, yo me estremecí de pudor. Pero, ante su insistencia, empecé a deslizar algunas voces: “el nabo, la vianda…”. Wichy añadió entre dientes: “la yuca, el cuero, el pescado, la caña…”.

“Muy bien, ahora las formas minerales”, nos pidió mientras tomaba nota en la contracubierta de Los Lusiadas, de Luis de Camões. Ansioso y divertido, parecía un niño descubriendo nuevas resonancias en viejas palabras. Wichy me miró consternado, más rojo de rubor de lo que ya era por su rubicundez.

Yo agregué: “la cabilla, la mandarria”.

Wichy se animó: “los timbales”, dijo, agregando un tímido comentario más escrotal que musical.

Lo más arduo fue explicarle al sabio conceptos abstractos como “mandado” y su pronunciación callejera: “mandao”. El erudito siguió anotando hasta que nos pidió la forma más frecuente y vulgar en nuestra jerga. Me hice el bobo, aquello era demasiado fuerte, pero él me atajó persuasivo: “dígamela, no tenga usted vergüenza”. Mirando a hurtadillas hacia el busto de Góngora, dije entre dientes: “Pinga”.

“¿Pingüe?”, indagó pestañeando.

Aquello de la «pinga pingüe» nos mantuvo a Wichy y a mí riendo durante días en aquel Madrid de nuestra juventud literaria. Todavía estamos riéndonos: él allá arriba y yo acá abajo.

Ese fue el Dámaso nada acartonado que yo conocí. Nunca supe si aquel catálogo de palabrotas era un informe interno para la Academia o una investigación destinada a la imprenta. En cualquier caso, siempre me quedé con ganas de ver el resultado. Tal vez en alguno de los diez tomos publicados por Gredos figure ese glosario de exabruptos dentro de las Obras Completas de este español que quiso hacer con nuestra lengua lo que Colón hizo con la geografía.

[fuente https://www.zendalibros.com/las-malas-palabras-de-damaso-alonso/ ]

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Poemas de María Auxiliadora Álvarez -  poeta venezolana

María Auxiliadora Álvarez (Caracas, 1956) ha publicado los libros de poesía Un día más de lo invisible, 2019; El silencio El lugar, 2018; Páramo solo y Las regiones del frío, 2018; Piedra en:U:, 2016; Paréntesis del estupor, 2011; El eterno aprendiz y Resplandor, 2006; I, 1996; Ca(z)a, 1990; Cue, 1985; y Mis pies en el origen, 1978. En ensayo ha publicado los libros Experiencia y expresión de lo inefable. La poesía de San Juan de la Cruz, 2013; y Fino animal de sombra. De la antigua mística a la escritura urbana, 2017. Cursó la maestría y el doctorado en literatura transatlántica en la University of Illinois at Urbana-Champaign y actualmente es profesora en Miami University, Oxford, Ohio. Presentamos una selección de sus poemas y dos inéditos.

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8

tus oídos son tuyos
pero no escuchan solamente

lo que quieren escuchar

tus oídos son tuyos

pero no los puedes cerrar:

tus oídos no son tuyos

por más que los cubras con los dedos

con las manos
con los brazos

doblando toda articulación

todo cartílago

los oídos aún escucharán

lo que no quieren escuchar:

como una pulsación

una pulsación
una pulsación

***

18

sobre las imágenes fijas

de la memoria

gravita la sombra

de un péndulo

en forma

de cadalso

***

19

el pensamiento atraviesa

su límite de abstracción

para alcanzar

el hueso
tangible

y pender

por un instante

de su (falso)
sol

***

lo pleno

mientras se colmaba el vacío

el eco de la nada
era ensordecedor

quizá los obstáculos del sentido

nacían de las re-
de las re-
de las reverberaciones
de la voz

ahíta de sí
y sin facultad
de escuchar:

lo pleno

que tal vez
se encontraba
habitado
por el silencio

***

aislamiento

tupida rama:

no toques

al animal herido

provéele de aislamiento
provéele de refugio
provéele de larga noche

sobre los ojos cerrados

[fuente https://www.zendalibros.com/5-poemas-de-maria-auxiliadora-alvarez/ ]

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Penélope, el mito de la mujer que espera para siempre

El mito de Penélope forma parte del poema épico La Odisea, escrito por Homero. La función de la épica es, entre otras, la de construir modelos a imitar para los pueblos. Los personajes que intervienen en sus narrativas son arquetípicos. Esto es, sintetizan una serie de valores y habilidades que les convierten en los ideales de ser para una sociedad.

Como suele suceder con estos relatos míticos, los mensajes más interesantes son los que vienen entre líneas. La historia de Penélope es, de por sí, muy hermosa, además, resulta muy revelador escudriñar lo que representa desde el punto de vista cultural. En este caso, nos hablan de lo femenino y de la posición de la mujer en la relación de pareja.

Penélope es el símbolo de la fidelidad y la abnegación, pero también exhibe rasgos que aparecen en diferentes mitologías. Esos rasgos tienen que ver con la astucia y la capacidad de engaño como armas para lograr sus propósitos. Lo femenino, entonces, aparece como un terreno ambiguo, poco confiable y, por lo mismo, peligroso.

Según el relato creado por Homero, Penélope nace en Esparta, de una ninfa de agua dulce y el propio rey de la región. Todo comienza cuando Ulises, un valiente, se siente solo y decide buscar una mujer para que lo acompañe y lo conforte. Su búsqueda le lleva a Esparta, en donde conoce a la mujer más bella que había visto: Helena. La misma Helena de Troya.

Esa mujer era tan hermosa que sus pretendientes se contaban por cientos. El padre de la chica, y el propio Ulises, temían que la disputa por su amor desatara el caos en Esparta. Así que los dos se pusieron de acuerdo para decretar que el pretendiente vencedor debía ser respetado por quienes salieran derrotados. Ulises se sintió incómodo por la situación.

Por entonces ya había llegado a Esparta una bella mujer llamada Penélope. Era la prima de Helena y había acudido para darle consejo. Cuando Ulysses y Penélope se encuentran, quedan enamorados a primera vista. Ambos permanecen mudos, sabiendo que ya no querían separarse jamás.

Ulises y Penélope se fueron a vivir a Ítaca. Su padre, Icario, intentó que se quedara en Esparta. Ella solo guardó silencio y se cubrió la cara con un velo. Así dio a entender que se iría con Ulises. En el lugar en donde ocurrió esto, Icario construyó luego un templo dedicado al pudor .

La nueva pareja partió, no sin antes darse un largo beso como sello para su amor. Ya en Ítaca, un año más tarde, tuvieron un hijo: Telémaco. Poco después se desata la Guerra de Troya y Ulises tiene que partir. Tardó 10 años en la guerra y otros 10 en su viaje de regreso. En ese lapso fue seducido por una ninfa, una maga y una princesa, pero siempre tuvo en su mente a su esposa y a su hijo.

Mientras, Penélope, al ser una mujer que estaba sola, comenzó a verse rodeada por múltiples pretendientes. Estos se instalaron en su casa. Comían y bebían a su antojo. Todos la urgían para que aceptara a uno de ellos, pues daban a Ulises por muerto. Ella, sin embargo, presentía que su esposo estaba vivo y que regresaría.

Para eludir la decisión de aceptar a alguno de sus pretendientes, Penélope dijo que elegiría cuando terminara de tejer un tapiz. Lo que se le ocurrió fue tejer de día y deshacer de noche. Así pasó cuatro años, al final de los cuales, Ulises por fin regresó. Después de una serie de pruebas, logró reconocerlo. Ulises, por su parte, acabó con los pretendientes.

 

Lo cierto es que hay varias versiones sobre lo que sucedió. La más extendida, y la que más nos gusta escuchar, cuenta que “vivieron felices para siempre”. Otra versión señala que Ulises repudió a su esposa, pues la acusó de haber sido ella misma quien había atraído a los pretendientes. También hay versiones de que la mató por haber sido infiel o que la devolvió a su padre por la misma razón.

Penélope es el modelo de la mujer abnegada, que calla y espera. Se ve obligada a hacer y deshacer, una y otra vez su propia obra mientras regresa el amor “perdido”. Su tapiz representa ese círculo vicioso de la resistencia. Su actitud, lo que la cultura occidental estableció como ideal para una esposa.

 

[fuente https://lamenteesmaravillosa.com/penelope-el-mito-de-la-mujer-que-espera-para-siempre ]

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posteado por kalais 28/1/2023 - ch